jueves, 29 de diciembre de 2011

Eran cerca de las dos de la tarde, cuando entré en la oficina del banco. Debía cobrar un talón: el importe de unos desplazamientos efectuados en mi trabajo. La cola era larga.
Yo tenía prisa. Como todos.
Los cajeros siempre son demasiado lentos y la cola siempre es demasiado extensa. Pero a veces en estos momentos de impás obligado en la vertiginosa rutina de nuestros días, uno se sorprende dialogando consigo mismo. Hay que reconocer que estos momentos cada vez son más escasos. Pues incluso las esperas del médico no dudamos en ocuparlas con la distracción que nos ofrecen esos modernos teléfonos móviles con los que se puede oír música o la radio, jugar, acceder a Internet…
Pero mientras me tocaba el turno de ventanilla andaba yo meditando sobre la dependencia que hacia estas entidades tenemos todos –no sólo los políticos- . Allí había gente diversa: uno con pinta de currante, otro con aspecto despistado, una gótica con remaches por todas partes, dos señoras que conversaban en inglés, otro con aspecto de jupy… Todos esperando pacientemente el momento de acceder a esa especie de nuevo tipo de confesionario que es la ventanilla de un banco. Unos ingresaban, otros retiraban, otros pagaban un recibo o unas tasas.
Me vino a la cabeza una frase que había visto escrita en algún sitio que venía a decir que el dinero era la única religión que no tenía ateos.
Estas instituciones, los bancos, hoy son la nueva casta sacerdotal a la que hemos de rendir los diezmos y las primicias de nuestro trabajo. Ellos tienen la potestad de decidir quién es merecedor de un préstamo y quién no. Ellos gozan de infalibilidad pues todo lo que hacen está bien, nunca se equivocan en sus decisiones. Ora presto a troche y moche: está bien; ora cierro el grifo del crédito: también.
Y mientras andaba yo en esta cogitaciones, me di cuenta que allí a mi lado, sentada en un sofá, estaba una joven madre con su bebé en brazos. Madre e hijo componía un bonita figura que contrastaba con la frialdad del diseño del logo del banco bajo el que se encontraban, y, yo diría, que hasta le prestaban su calidez. Era evidente que esta madre estaba esperando a algún familiar –tal vez el padre de su criatura- que estaría despachando con alguno de los comerciales o directivo de la oficina. El niño dormía plácidamente, pero ella tenía en su rostro una cierta circunspección que me hizo pensar que quizás estaba esperando el plácet para un préstamo que les permitiera comprar el hogar de ese niño que dormía en sus brazos.
Quizá, no. Quizá solo estaba aburrida como quien, no teniendo prisa, le hacen esperar.
Pero, quizá por las cercanías de las fechas navideñas, se me vino a la cabeza el relato del carpintero buscando posada en la ciudad de Belén.
Entonces me dije: ellos son la viva estampa de la Navidad. Su imagen más auténtica.
Y estuve a punto de dirigirme a ella y decírselo, así, como me vino al alma. Pero me corté. Dudé. ¿Se molestará? –Pensé- Y las palabras quedaron atrapadas entre mis dientes. No se lo dije. Sonó el móvil y a otra cosa.
Ahora, pensando en hacer una felicitación navideña, me ha venido a la cabeza esa escena. Y creo que se lo tenía que haber dicho. Pues realmente, esa madre con su niño, eran la viva estampa de las siempre renovadas Navidades -esas que se repetirán mientras una mujer pueda alumbrar a un hijo- y no se estaban dando cuenta.


Domingo J. M. C.
Baeza, 20-12-2011